Energumeno... para dar y convidar.

viernes, mayo 11, 2007

Biocombustible




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Biocombustibles: el porvenir de una ilusión

Atilio Borón

Los publicistas e ideólogos del capitalismo celebran lo que es presentado como el descubrimiento de una inesperada fuente de Juvencia: los biocombustibles, destinados a independizarlo de la fugacidad histórica del petróleo y los hidrocarburos y a garantizarle una vida eterna de extravagantes derroches mediante la fabricación de combustibles a partir de productos hasta ahora utilizados para la alimentación de los humanos. El júbilo es compartido por Bush y Lula de manera principal -así como por la mayoría de los gobiernos europeos y algunos del Sur- que se ilusionan con montarse sobre una tendencia que, supuestamente, resolvería para siempre los problemas derivados de las profundas tendencias al ecocidio que caracterizan al capitalismo.

Ante tanto entusiasmo es nuestro deber echar una mirada más sobria. Cualquier historiador mínimamente riguroso no tardaría en hallar notables coincidencias entre la exaltación de este momento y la que se registrara en anteriores ocasiones. Señalemos, en aras de la brevedad, otras dos igualmente relacionadas con el descubrimiento de nuevas fuentes de energía: la invención de la máquina de vapor a mediados del siglo dieciocho y la electricidad hacia finales del diecinueve y comienzos del siglo veinte. En ambos casos la aparición de estos nuevos energéticos fueron saludados como la anunciación de una era de ilimitadas posibilidades de desarrollo. Idénticas actitudes proliferaron cuando se desarrolló la tecnología para la utilización del petróleo como fuente energética fundamental a partir de comienzos del siglo veinte. En todos estos casos las ilusiones se desvanecieron con el paso del tiempo, de ahí la oportuna parafrasis del conocido libro de Sigmund Freud, El porvenir de una ilusión. ¿Será diferente esta vez?

No parece. En este trabajo trataremos de aportar algunos elementos que nos permitan elaborar un balance realista del asunto.

Energía y capitalismo: la “segunda vuelta” de la mercantilización

Una discusión como esta no puede hacerse al margen de la caracterización del modo de producción en el cual se va a utilizar, o se utiliza, un determinado energético. Sociedades precapitalistas ya conocían el petróleo que afloraba en depósitos superficiales y lo utilizaban para fines no comerciales, como la impermeabilización de los cascos de madera de las embarcaciones o de productos textiles, o para la iluminación mediante antorchas. De ahí su nombre primitivo: “aceite de piedra” (petróleo), un ventajoso reemplazo del aceite de ballena o las velas de sebo que por entonces se empleaban. Posteriormente se lo utilizó como combustible de las lámparas y sólo a partir de finales del siglo diecinueve -luego de los descubrimientos de grandes yacimientos en Pennsylvania, Estados Unidos, y de los desarrollos tecnológicos impulsados por la generalización del motor de combustión interna- el petróleo se transformó en el energético por excelencia llamado a presidir el paradigma energético del siglo veinte.

La peculiaridad del capitalismo es la de ser el único sistema en la historia de la humanidad dominado por una tendencia internamente incontenible hacia la mercantilización de todos los aspectos y componentes de la vida social. Su historia es la historia de la progresiva ampliación del rango de bienes y actividades incorporadas a la lógica mercantil. La energía requerida para el sostenimiento de la vida no escapó a ese destino y, por eso mismo, es concebida como una mercancía más. Tal como lo advirtiera reiteradamente Marx, especialmente en uno de los Prefacios a El Capital, esto no ocurre debido a la perversidad o insensibilidad de este o aquél capitalista individual sino que es consecuencia de la lógica del proceso de acumulación que tiende a la incesante “mercantilización” de todos los componentes, materiales y simbólicos, de la vida social. De este modo, con su implantación hombres y mujeres fueron reducidos a la condición de meros portadores de la “fuerza de trabajo”, una mercancía estratégica e irreemplazable por su papel en la generación de la plusvalía. El proceso de mercantilización no se detuvo en los humanos y simultáneamente se extendió a la naturaleza: la tierra y sus productos, los ríos y las montañas, las selvas y los bosques fueron objeto de su incontenible rapiña. Los alimentos, por supuesto, no escaparon de esta infernal dinámica y, en nuestros días, la entera biodiversidad del planeta se encuentra sometida a esta “ley de hierro” del sistema que lo impulsa, en su afán por garantizar su reproducción, a mercantilizar todo lo existente. Al igual que el Rey Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba, el capitalismo convierte en mercancía todo lo que se pone a su alcance.

Pero lo novedoso es que hoy nos hallamos en presencia de una “segunda vuelta” de la mercantilización. Si en la primera el capitalismo transformó a los alimentos requeridos para sostener la vida humana en mercancías que deben adquirirse en el mercado, mediante esta “segunda vuelta” se produce una aberrante desnaturalización de aquellos: los alimentos son convertidos en energéticos para viabilizar la irracionalidad de una civilización que, para sostener la riqueza y los privilegios de unos pocos, incurre en una brutal ataque al medio ambiente y a las condiciones ecológicas que posibilitaron la aparición de la vida en la Tierra. Entre ellas, la posibilidad de proveerse de comida.

La transformación de los alimentos en energéticos constituye un acto monstruoso mediante el cual se viola la naturaleza misma de un bien, en este caso los alimentos, y se lo convierte, en virtud de complejos procesos tecnológicos, en uno de naturaleza totalmente distinta. Se acentúa de este modo el proceso de alienación, de extrañamiento, del hombre y la mujer con el entorno natural que hizo posible la aparición de la especie humana en este planeta. A la alienación propia de la “primera vuelta” de la mercantilización, aquella por la cual el productor directo fue separado del producto de su trabajo, se añade ahora una segunda que metamorfosea un fruto de la tierra para convertirlo en otra cosa. Así, la caña de azúcar o el maíz dejan de ser alimentos para el consumo humano y se transforman en fuentes energéticas alternativas al petróleo. ¿Quién podría asegurar que, en un futuro tal vez no demasiado lejano, los ideólogos y administradores del imperio no propongan la utilización de seres humanos como fuentes de energía alternativa? Algo de eso quedó siniestramente prefigurado en los campos de exterminio de Hitler. La lógica de la mercantilización universal e incesante del capitalismo nos obliga a ponernos en guardia ante esa posibilidad.

En otras palabras, mediante esta “segunda vuelta” de la mercantilización el capitalismo se dispone a practicar una masiva eutanasia de los pobres y, muy especialmente, de los pobres del Sur pues es allí donde se encuentran las mayores reservas de la biomasa del planeta requerida para la fabricación de los biocombustibles. Por más que los discursos oficiales aseguren que no se trata de optar entre alimentos y combustibles la realidad demuestra que esa y no otra es precisamente la alternativa: o la tierra se destina a la producción de alimentos o a la fabricación de biocombustibles. Veremos a continuación algunas de las falacias con que se pretende edulcorar esta mortífera opción y las consecuencias que se derivan de ella.

La superficie agrícola no es infinita

Los entusiastas defensores del biocombustible dicen que su producción de ninguna manera perjudicará la alimentación de quienes deban producirla. Tanto Bush como Lula lo aseguraron al concretar su alianza energética pocas semanas atrás. Pero la realidad es muy diferente. Examinemos, para ello, los datos que aporta la FAO sobre el tema de la superficie agrícola y el consumo de fertilizantes. (Ver Tabla I en el Apéndice de este trabajo)

Las principales enseñanzas que deja esta tabla son las siguientes:

a) La superficie agrícola per cápita en el capitalismo desarrollado es casi el doble de la que existe en la periferia subdesarrollada: 1.36 hectáreas por persona en el Norte contra 0.67 en el Sur, lo que se explica por el simple hecho de que la periferia subdesarrollada cuenta con cerca del 80 % de la población mundial.

b) Existen, por supuesto, importantes variaciones nacionales detrás de estos grandes promedios. En el caso latinoamericano vemos que países como Argentina, Bolivia y Uruguay se ubican muy por encima de los promedios de los países desarrollados mientras que otros, como Brasil, se encuentra muy levemente por encima de dicho guarismo. Resulta evidente que este país, el pilar más importante en el Sur de la estrategia de los biocombustibles, deberá destinar ingentes extensiones de su enorme superficie selvática y boscosa para poder cumplir con las exigencias del nuevo paradigma energético. Claro está que el daño ecológico global que entrañaría la destrucción de la selva amazónica es de proporciones incalculables, que afectarán no sólo al Brasil sino a toda la humanidad. Pero la superficie disponible para tamaño desatino está allí. [1]

c) Especial atención merecen las cifras relativas a la China y la India, que en su conjunto representan alrededor de la cuarta parte de la población del planeta. Con 0.44 y 0.18 hectáreas por persona respectivamente, la expansión de estos dos colosos económicos y su creciente demanda de alimentos va a intensificar extraordinariamente la presión sobre los países con capacidad para producirlos, exasperando la tensión entre asignación de tierras para la producción de alimentos o la producción de bioenergéticos.

d) Los dos países más poblados de América Latina, Brasil y México, que en conjunto suman poco más de trescientos millones de habitantes, muestran una magnitud de hectáreas per cápita comparativamente baja habida cuenta su volumen poblacional.

e) Un sombrío espejo de lo que le aguarda a nuestros países en caso de prosperar la iniciativa energética Bush/Lula puede observarse en el mundo del Caribe. Las pequeñas naciones antillanas, tradicionalmente dedicadas al monocultivo de la caña de azúcar muestran con elocuencia los efectos erosionantes de la misma, ejemplificado en el extraordinario consumo por hectárea de fertilizantes que se requiere para sostener la producción. Si en los países de la periferia la cifra promedio es de 109 kilogramos de fertilizantes por hectárea (contra 84 en los capitalismos desarrollados), en Barbados es de 187.5, en Dominica 600, en Guadalupe 1.016, en Santa Lucía 1.325 y en Martinica 1.609. Como veremos más abajo, quien dice fertilizantes dice consumo intensivo de petróleo, de modo que la tan mentada ventaja de los agroenergéticos para reducir el consumo de hidrocarburos parece ser más ilusoria que real.


Para resumir: los datos sobre la superficie agrícola mundial desmienten el argumento de los partidarios del etanol y el biodiesel en el sentido de que la producción de dichos elementos no afectará la producción de alimentos. Tal como lo demuestra un reciente estudio la utilización de la totalidad de la superficie agrícola de la Unión Europea apenas alcanzaría a cubrir el 30 por ciento de las necesidades actuales -¡no las futuras, previsiblemente mayores!- de combustibles. Producir apenas el 5.75 por ciento de los agrocombustibles exigidos para combinar con las naftas en fecha próxima requerirá de los países europeos destinar a ese sólo fin el 20 por ciento de la superficie dedicada al cultivo de granos. [2] Lo mismo cabe decir en relación a la economía de los Estados Unidos, puesto que para satisfacer la demanda actual de combustibles fósiles sería necesario destinar a la producción de agroenergéticos el 121 por ciento de toda la superficie agrícola de ese país. [3] Como indica otro estudio, a pesar de destinar una quinta parte de la cosecha de maíz norteamericana a la producción de etanol en el 2006, este esfuerzo apenas si sirvió para suministrar tan sólo el 3% de la demanda de combustible de los Estados Unidos. [4] Tal como lo plantea Miguel Angel Llana, dado que una hectárea “ produce una tonelada bruta de bioetanol o bíodiesel … haciendo una estimación muy generosa, para sustituir el consumo de petróleo y gas necesitaríamos casi cuatro veces (3,91) la superficie mundial dedicada a cultivos y pastos, aunque la mayoría de los suelos no podrían utilizarse por ser inadecuados o de mala calidad. Para centrar el problema, si quisiéramos sustituir sólo el 5 % del consumo de petróleo y gas, necesitaríamos sacrificar el 20 % de la superficie agrícola total de cultivos y pastos, pero si nos referimos sólo a la superficie de cultivos, este 5 % requeriría disponer del 64 % de la tierra cultivable disponible en el mundo.” [5]

En consecuencia, la oferta de agrocombustibles tendrá que proceder del Sur, de la periferia pobre y neocolonial del capitalismo. Las matemáticas no mienten: ni los Estados Unidos, ni la Unión Europea, y tampoco la China o la India, tienen tierras disponibles para sostener al mismo tiempo un aumento de la producción de alimentos y una expansión en la producción de agroenergéticos. Lamentablemente, estamos en una situación muy próxima a lo que en teoría de los juegos se denomina de “suma-cero”. Muy próxima porque, es cierto, la deforestación del planeta, sobre todo de su gran reserva amazónica, podría ampliar (aunque sólo por un tiempo) la superficie apta para el cultivo. Pero eso sería tan sólo por unas pocas décadas, a lo sumo. Esas tierras luego se desertificarían y la situación quedaría peor que antes, exacerbando aún más el dilema que opone la producción de alimentos a la de etanol o bíodiesel.

Alimentos más caros, para una población mundial que padece el hambre

De lo anterior se deduce que la lucha contra el hambre –y hay unos dos mil millones de personas que padecen hambre en el mundo- se verá seriamente perjudicada por la expansión de la superficie sembrada para la producción de agroenergéticos. Los países en donde el hambre es un flagelo universal atestiguarán la rápida reconversión de la agricultura tendiente a abastecer la insaciable demanda de energéticos que reclama una civilización montada sobre el uso irracional de los mismos, cualesquiera que sean sus fuentes, sean estos los hidrocarburos como los alimentos. El resultado no puede ser otro que el encarecimiento de los alimentos y, por lo tanto, el agravamiento de la situación social de los países del Sur. Por eso al comentar la reunión del presidente George W. Bush con los gerentes de las tres más grandes empresas automovilísticas estadounidenses, el Comandante Fidel Castro Ruz decía que, en esa ocasión, “ la idea siniestra de convertir los alimentos en combustible quedó definitivamente establecida como línea económica de la política exterior de Estados Unidos el pasado lunes 26 de marzo” condenando “a muerte prematura por hambre y sed a más de tres mil millones de personas” en todo el mundo. Fidel reconoce, en dicho comentario, que lejos de ser exagerada esta cifra es cautelosa. Además, cada año se agregan 76 millones de personas a la población mundial, personas que, como es obvio, demandarán alimentos que serán cada vez más caros y estarán fuera de su alcance. Se trata, en el fondo, de un genocidio silencioso. Diversos estudios realizados por autores de muy distinta orientación ideológica abonan esta interpretación.

Así, en México, la reorientación de los cultivos de maíz para su exportación hacia los Estados Unidos para la fabricación del etanol ocasionó un desorbitado aumento en el precio de ese producto, ingrediente esencial de la tortilla, la principal fuente de alimentación de la población mexicana. Lester Brown, de The Globalist Perspective, pronosticaba hace menos de un año que los automóviles absorberían la mayor parte del incremento en la producción mundial de granos en el 2006. De los 20 millones de toneladas sumadas a las existentes en el 2005, 14 millones se destinaron a la producción de combustibles y sólo 6 millones de toneladas para satisfacer la necesidad de los hambrientos. Este autor asegura que el apetito mundial por combustibles para los automóviles es insaciable. Dijo además que “los granos requeridos para llenar con biocombustibles un tanque de unos 95 litros de gasolina servirían para alimentar a una persona durante un año. Los granos requeridos para llenar ese mismo tanque cada dos semanas durante un año alimentarían a 26 personas.” Se prepara, concluía Brown, un escenario en el cual deberá necesariamente producirse un choque frontal entre los 800 millones de prósperos propietarios de automóviles y los consumidores de alimentos. [6] En un mundo sediento de energía el plan Bush-Lula hace que el precio de los hidrocarburos se convierta en el referente de casi cualquier tipo de producto agrícola, y que cada vez que el precio de la comida descienda por debajo del precio de los hidrocarburos los mercados reorienten la oferta y conviertan al grano en combustible en lugar de alimento.

El demoledor impacto del encarecimiento de los alimentos, que se producirá inexorablemente en la medida en que la tierra pueda ser utilizada para producirlos o para producir una commodity susceptible de ser transformada en carburante, fue también demostrado en la obra de C. Ford Runge y Benjamin Senauer, dos distinguidos académicos de la Universidad de Minnesota (no precisamente un think tank de la izquierda global) en un artículo publicado en la edición en lengua inglesa de la revista Foreign Affairs y cuyo título lo dice todo: “El modo en que los biocombustibles podrían matar por inanición a los pobres.” [7] En este trabajo los autores sostienen que “ en los Estados Unidos, el crecimiento de la industria del biocombustible ha dado lugar a incrementos no sólo en los precios del maíz, las semillas oleaginosas y otros granos, sino también en los precios de los cultivos y productos que al parecer no guardan relación. El uso de la tierra para cultivar el maíz que alimente las fauces del etanol está reduciendo el área destinada a otros cultivos. Los procesadores de alimentos que utilizan cultivos como los guisantes y el maíz tierno se han visto obligados a pagar precios más altos para mantener los suministros seguros; costo que a la larga, pasará a los consumidores. El aumento de los precios de los alimentos también está golpeando las industrias ganaderas y avícolas. … (L)os costos más altos de los alimentos han provocado la caída abrupta de los ingresos, en especial en los sectores avícola y porcino. Si los ingresos continúan disminuyendo, la producción también lo hará y aumentarán los precios del pollo, pavo, cerdo, leche y huevos.” [8] Pero nuestros autores advierten que los efectos más devastadores de la suba del precio de los alimentos se sentirán especialmente en los países del Tercer Mundo. La fiebre de los bioenergéticos y los elevados precios del petróleo, que sólo por excepción y por poco tiempo podrían bajar, golpearan con fuerza a los países más pobres que ni disponen de petróleo ni son soberanos desde el punto de vista de la alimentación. “Según datos de la FAO” –explican Ford Runge y Senauer- “la mayoría de los 82 países de bajos ingresos afectados por el déficit de alimentos también constituyen importadores netos de petróleo.”

El resultado de estas tendencias prefigura un holocausto social de formidables proporciones: por cada incremento del 1 % en el precio de los alimentos básicos se agregan 16 millones de personas al grupo de quienes pasan hambre. De ser así, y todo indica que los precios de los alimentos aumentarán significativamente en los próximos años, el cálculo más conservador que hacen estos autores es que para “e l 2025 podría haber mil doscientos millones de personas hambrientas” que se sumarían a los que ya padecían tales privaciones antes de la subida de los precios. Y, tal como lo afirman, en línea con la denuncia de “genocidio de los pobres” expresada por Fidel, “algunos caerán del borde de la subsistencia al abismo de la inanición y muchos más morirán a causa de una multitud de enfermedades relacionadas con el hambre.”

La “coartada verde”

Pese a lo anterior, tanto Bush como Lula se encargaron de difundir una versión edulcorada de su siniestro acuerdo. El recurso a los agrocarburantes no es otra cosa que la respuesta racional ante el cambio climático y la necesidad, ahora impostergable, de preservar el medio ambiente. “Todos nosotros sentimos la obligación de ser buenos guardianes del medio ambiente”, declaró Bush en su discurso oficial en Brasil, mientras que Lula decía que confiaba en que la explotación de la biomasa sería capaz de generar un desarrollo sustentable en América del Sur, Centroamérica y el Caribe, y en África.” [9] De este modo, un presidente como Bush, que siguiendo la tradición política de su país jamás aceptó las recomendaciones destinadas a preservar el medio ambiente y que boicoteó hasta donde pudo los acuerdos de Kyoto se convierte, de la noche a la mañana, en un acérrimo ecologista. ¿Es creíble semejante conversión? No, definitivamente no. Tampoco es creíble Lula, si se tiene en cuenta la indiferencia, o impotencia, de su gobierno ante la destrucción de la selva amazónica y su subordinación ante los poderosos intereses del agribusiness, instalados gracias su decisión en las más altas esferas de Brasilia.

Más allá de ello, el plan Bush-Lula nos habla de agrocombustibles capaces de producir una energía limpia y, además, renovable. ¿Qué hay de cierto en ello? Nada. Se trata de una alternativa energética que también contamina el aire y el agua, que desertifica, que obliga al uso intensivo de maquinarias, fertilizantes y pesticidas. Como lo recuerdan unos colegas del Brasil, “un estudio de la Oficina Belga de Asuntos Científicos demuestra que el bíodiesel provoca más problemas de salud y de medio ambiente porque crea una polución más pulverizada y libera más contaminantes que destruyen la capa de ozono.” [10] Estimaciones diversas acerca de los requerimientos hídricos del etanol demuestran que, según los suelos y el tipo de cultivo del cual se extrae, cada litro de este carburante consume entre cuatro y doce litros de agua. Si se tiene en cuenta que, tal como lo recuerda el líder cubano, “según las estadísticas del Consejo Mundial del Agua se estima que para el 2015 el número de habitantes afectados (por la falta de agua) se eleve a 3.500 millones de personas” comprobaremos que cualquier tipo de cultivo que requiera cantidades suplementarias de agua no hará sino agravar el panorama ecológico y social del planeta a mediano plazo. [11]

En relación al argumento de la supuesta benignidad de los agrocombustibles, Víctor Bronstein, profesor de la Universidad de Buenos Aires, ha demostrado que:

a) No es verdad que los biocombustibles sean una fuente de energía renovable y perenne, dado que los factores cruciales en el crecimiento de las plantas no es la luz solar sino la disponibilidad de agua y las condiciones apropiadas del suelo. Si no fuera así, dice Bronstein, podría producirse maíz o caña de azúcar en el desierto de Sahara. Por lo tanto, los efectos de la producción a gran escala de los biocombustibles serán devastadores.

b) No es cierto que no contaminan. Si bien el etanol produce menos emisiones de carbono, el proceso de su obtención contamina la superficie y el agua con nitratos, herbicidas, pesticidas y desechos, y el aire con aldehídos y alcoholes que son cancerígenos. El supuesto de un combustible “verde y limpio” es una falacia.

c) No es cierto que se libera de la dependencia de los combustibles fósiles. La producción de etanol sólo puede reemplazar un pequeño porcentaje del consumo mundial. En Brasil, el presidente Bush habló de generar un mercado mundial para el bioetanol, pero toda la producción de Brasil sólo representa menos del 3 por ciento de los 680 mil millones de litros por año de nafta y gasoil que consume Estados Unidos. Se omite, además, que para la producción de los bioenergéticos se requiere una utilización intensiva de maquinarias pesadas, transportes, herbicidas y pesticidas, todo lo cual supone un aumento en la utilización del petróleo y sus derivados.

d) Más allá de los análisis económicos sobre la rentabilidad del bioetanol, desde el punto de vista energético la energía neta que se obtiene es apenas positiva o incluso negativa. Una de las razones por las cuales el mundo usa cada vez más cantidades de petróleo, asegura Bronstein, es precisamente porque el “oro negro” tiene, por comparación con otros carburantes, una alta tasa de retorno energético. No hay otra fuente de energía que contenga tanta energía por unidad de volumen y de peso como el petróleo.

La conclusión a que arriba este estudioso es que “la producción de biocombustibles a gran escala es una nueva falacia que provocará aumento en los precios de los alimentos, disminuirá la fertilidad de los suelos y no solucionará el problema energético mundial que se avecina provocado por el alto consumo energético de los países desarrollados y la incorporación de China e India a la civilización industrial.” [12]

La imposición de cultivos orientados hacia la producción de combustibles en el Sur Global hará que grandes plantaciones de caña de azúcar, palma africana y soja acaben con bosques y pastizales en países como Brasil, Argentina, Colombia, Ecuador y Paraguay. El cultivo de soja, por ejemplo, ha causado ya la deforestación de 21 millones de hectáreas de bosques en Brasil, 14 millones de hectáreas en Argentina, 2 millones en Paraguay y 600.000 en Bolivia. En respuesta a la presión –y los incentivos- del mercado global, próximamente se espera que sólo en Brasil la deforestación alcance una cifra adicional de 60 millones de hectáreas. [13]

Los oligopolios del agronegocios: grandes ganadores de un juego siniestro

A esta altura ya queda en evidencia la irracionalidad de la propuesta de los biocombustibles y su carácter ilusorio: no hay superficie agrícola en todo el planeta capaz de aportar los sustitutos agrocarburantes exigidos por el fenomenal derroche de hidrocarburos en que, para satisfacción y rentabilidad de los grandes oligopolios ligados a la energía, se encuentra inmersa la civilización capitalista. Promover esta “revolución mundial” -para usar la ampulosa expresión utilizada por el Subsecretario de Asuntos Políticos del Departamento de Estado, Nicholas Burns- curiosamente liderada por Estados Unidos y Brasil exigiría de las clases dominantes del capitalismo global y sus aliados en la periferia la determinación para incurrir en un holocausto social y ecológico de proporciones desconocidas en la historia. [14] Esto no quiere decir que Washington no lo intente, pero nos parece que sus chances de éxito son igual a cero. Por otra parte, el gobierno de Brasil no podría soportar sino por poco tiempo la protesta social que se desencadenaría si el país se embarcase en una política que intensificaría la explotación y exclusión de las masas campesinas, empobrecería a grandes segmentos de la sociedad brasileña y ocasionaría un daño irreparable al medio ambiente.

En el ya mencionado trabajo de Bronstein se recuerda que esta suerte de “fuga hacia adelante” no es nueva en la política de la Casa Blanca. En efecto, después de la primera gran crisis petrolera estallada en 1973 el presidente Richard Nixon encargó al Departamento de Energía la elaboración de una propuesta que alentara la creación de fuentes alternativas, principalmente mediante la utilización del hidrógeno. Dice nuestro autor que “en 1974, el presidente Nixon lo anunció como el Proyecto Independencia afirmando … que ‘para el fin de esta época (1990) habremos desarrollado nuevas formas de energía para no depender de ninguna fuente energética extranjera’. Hoy, treinta años después, el hidrógeno sigue siendo sólo un proyecto. En 1979, en el marco de otra crisis petrolera, el presidente Carter hizo un llamado a un ‘acuerdo nacional para la energía solar’, con el objetivo de que para el año 2000 el 20 por ciento de la energía de Estados Unidos fuera generada por algún tipo de energía solar. Hoy, la energía solar representa menos del 0,5 por ciento de la energía total generada.” [15]

Pese a estos fracasos, tales iniciativas depararon jugosas ganancias para las grandes transnacionales del ramo. Es por eso que, tal como lo demuestran Edivan Pinto, Marluce Melo y Maria Luisa Mendonça, la ilusoria expectativa generada por los biocarburantes despierta el entusiasmo de firmas como Monsanto, Syngenta, Dupont, Dow, Bayer, BASF, empresas éstas que producen cultivos transgénicos y que están efectuando grandes inversiones en el sector de los biocombustibles y forjando alianzas y acuerdos de cooperación con otras transnacionales de la industria alimenticia como Cargill, Archer, Daniel Midland, Bunge, que dominan el comercio mundial de cereales. [16] Esta observación se ratifica por el análisis de Eric Holt-Giménez, de la organización Food First, quien asegura que “(l)os tres grandes (ADM-Cargill-Monsanto) están forjando su imperio: ingeniería genética-procesamiento-transporte, alianza que va a amarrar la producción, el procesamiento y la venta del etanol. (ADM ya se está devorando a las cooperativas de agricultores que producen bioenergéticos.) Ninguna de estas compañías ha compartido sus ganancias producto de la agricultura con los agricultores. Por el contrario, Monsanto está demandando a los agricultores gringos por más de 15 millones de dólares por guardar su semilla. Las tres corporaciones han estado implicadas en actividades ilegales. Es difícil creer que los agricultores serán beneficiados cuando el poderoso trío controla las semillas transgénicas, la tecnología de procesamiento, y el transporte del maíz y los bioenergéticos.” [17] Según este mismo autor otras gigantescas empresas del sector de agronegocios, como las arriba mencionadas, así como las grandes petroleras y las automotrices están forjando una alianza inédita con sus ojos puestos en las fabulosas ganancias que, con las complicidad de algunos gobiernos del Sur, esperan obtener con los biocombustibles. [18]

El fenómeno de la concentración monopólica en los agronegocios alcanzó dimensiones colosales. Tal como lo reseña Igor Felippe Santos, hace apenas veinticinco años había 7.000 firmas en la economía mundial que producían semillas para los agricultores. En la actualidad, tan sólo diez empresas controlan la mitad del mercado mundial, y Monsanto, Syngenta y Dupont controlan el 30 % de todas las ventas. [19] El resultado: bajos precios para los agricultores, sobre todos los pequeños, que tanto en los Estados Unidos como en la Unión Europea sólo excepcionalmente reciben subsidios significativos, y altos precios para los consumidores. Son precisamente esos grandes oligopolios los más entusiastas partidarios del acuerdo Bush-Lula. Por algo será.

Los intereses estratégicos de Estados Unidos

Es indudable que esta perversa iniciativa responde a un diseño estratégico global en el cual lo último que le preocupa a la Casa Blanca es el combate al cambio climático y el recalentamiento global. El interés objetivo, que se asoma con nitidez por detrás de la retórica del eje Washington y Brasilia, es doble. Por una parte, reducir la dependencia de los Estados Unidos del suministro de petróleo importado desde:

(a) países que se deslizan irremediablemente hacia un creciente descontrol político y militar, como en general toda la zona de Medio Oriente, la península arábiga, Asia Central y la cuenca petrolífera del África Occidental. En este sentido, el desastre de la ocupación iraquí ha dejado profundas huellas en la Administración Bush, impulsándola a adoptar políticas como la de los biocombustibles para resolver por la vía del mercado y con la colaboración de algunos gobiernos de la periferia lo que no logró resolver por la vía político-militar;

(b) desde países como Venezuela e Irán, abiertamente antagónicos a las políticas promovidas por la Casa Blanca y que ésta procura aislar apelando a todos los medios a su alcance y, de ser posible, derrocar instalando en su lugar gobiernos clientes que acepten la activa sumisión al dominio imperialista.

Pero el segundo objetivo es aún más político y, particularmente en el caso de América Latina y el Caribe: producido el fracaso del ALCA el imperialismo ha avanzado en la elaboración de tratados bilaterales de “libre comercio.” Pero el éxito de esta iniciativa tropieza con la creciente gravitación de Hugo Chávez y la Revolución Bolivariana en el continente. La creación de un sustituto de los hidrocarburos a partir del agrocombustible lesionaría irreparablemente las bases objetivas del poder de Chávez y, por extensión, de Evo Morales y Rafael Correa, al paso que el radical debilitamiento del primero, o su simple y llana eliminación, repercutiría negativamente sobre la Revolución Cubana, cuyo “cambio de régimen” es uno de los objetivos más largamente acariciados por la derecha norteamericana desde el momento en que el 26 de Julio derrotara a Batista el 1° de Enero de 1959. Como observa Raúl Zibechi, los biocombustibles serían utilizados también para sabotear la integración regional en Sudamérica –recordar que, como repite el presidente Hugo Chávez, “el petróleo es un instrumento esencial para la integración de América Latina y el Caribe”- y postergar indefinidamente otras obras e iniciativas tan importantes e intolerables para el imperio como el Gasoducto del Sur y el Banco del Sur. No es un dato irrelevante que entre los principales promotores de la Comisión Interamericana de Etanol, lanzada en Diciembre del 2006, en Miamia, “figuran dos personajes claves: Jebb Bush, ex gobernador de Florida, a quien muchos acusan del fraude electoral que facilitó el acceso de su hermano a la presidencia en 2000; y el brasileño Roberto Rodrigues, presidente del Consejo Superior de Agronegocios de San Pablo y ex ministro de Agricultura en los primeros cuatro años del gobierno de Lula. Rodrigues fue el hombre del agronegocios en el gobierno brasileño, y está dispuesto a deforestar la Amazonia y a expulsar a millones de campesinos de sus tierras para acelerar la acumulación de capital. Los brasileños votaron por Lula, no por el tándem Bush-Rodrigues”, termina recordando Zibechi. [20]

De resultar exitosa esta operación los beneficios para los Estados Unidos serían enormes. Por una parte lograría una autonomía energética impensable hasta hace poco. Ya hemos visto que esto es una ilusión, pero las ilusiones de los emperadores suelen estar en la base de gravísimas penurias y sufrimientos para las poblaciones convertidas en sus víctimas. La “guerra infinita” de Bush es un ejemplo muy claro de los bárbaros efectos de una ilusión. El espejismo de los biocombustibles puede ser aún más letal para nuestros pueblos. Por otra parte, la “resatelización” o “recolonización” del Brasil de Lula, lograda sin concesión alguna en materia de aranceles proteccionistas erigidos en contra de las exportaciones brasileñas, sería otro logro de suma importancia porque serviría para insertar una cuña entre Brasil y Venezuela, erosionar los vínculos que hoy se han tejido entre Argentina y Venezuela, debilitar el MERCOSUR y, como colofón, aislar al gobierno de la Revolución Bolivariana. Como bien señala el documento del MST, el triste papel del Brasil en esta estrategia de Washington sería el del proveedor de energía barata para que los países ricos sostengan su derroche. Las consecuencias domésticas, también señaladas por el MST, serían la apropiación territorial a manos de grandes conglomerados oligopólicos, la depredación medioambiental, la degradación de las condiciones laborales, una creciente concentración de la riqueza en uno de los países más injustos del mundo, y una apropiación monopólica de la tierra, el agua, los ingresos y el poder. [21]

Es precisamente por todas estas consecuencias que Joao Pedro Stedile habla, en nombre del MST, que entre Brasilia y Washington se ha forjado una “alianza diabólica” que unifica “ los intereses de tres grandes sectores del capital internacional: las corporaciones petroleras, las transnacionales que controlan el comercio agrícola y las semillas transgénicas y las empresas automovilísticas.” ¿Su objetivo? “Mantener el actual nivel de consumo del primer mundo y sus propias tasas de beneficio. Para lograrlo, pretenden que los países del Sur concentren su agricultura en la producción de combustibles que habrán de servir de alimento de los motores del primer mundo.” [22]

Final con esperanza

Debemos librar una nueva batalla. La transformación de la escena agraria ya ha comenzado, y a un ritmo acelerado. Su irracionalidad e inviabilidad sociopolítica no amilana a sus mentores. No les interesa el medio ambiente sino las fabulosas ganancias que se avecinan para las multinacionales del agro, las productoras y comercializadoras de semillas transgénicas y para las firmas petroleras, que se alían y compiten simultáneamente para reposicionarse favorablemente, desde el punto de vista financiero y político, para la economía del post-petróleo. [23]

En este marco, lo peor que podrían hacer las fuerzas de izquierda sería negar la gravedad del problema petrolero, y asumir irresponsablemente que los hidrocarburos llegaron para quedarse. Su agotamiento es sólo cuestión de tiempo. Mientras tanto será necesario desarrollar nuevas propuestas. La de los agrocombustibles es inviable y, además, inaceptable ética y políticamente. Pero no basta con rechazarla. Fidel nos convoca a pensar e implementar una nueva revolución energética, pero al servicio de los pueblos y no de los monopolios y del imperialismo. Ese es, tal vez, el desafío más importante de la hora actual.

tomado de www.rebelion.org

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