Energumeno... para dar y convidar.

miércoles, agosto 17, 2005

Capítulo 1: La Llamada del Secreto

La Llamada del SecretoEn el que se presenta a nuestro reparto de personajes, incluido un hongo, y se exponen sus peculiares intereses. La jungla amazónica es invocada y tomado el descenso de uno de sus ríos.Durante miles de años, las visiones transmitidas por los hongos alucinógenos han sido consideradas y reverenciadas como auténticos misterios religiosos. Gran parte de mi tiempo durante los últimos veinte años ha estado dedicado a contemplar y describir este misterio. Celosamente custodiado por ángeles caóticamente enjoyados -"Cada ángel es terrible," escribió Rilke, y al mismo tiempo sagrado y profano- el hongo ha surgido en mi vida de la misma forma en que pudo haber surgido en un futuro de la historia de la Humanidad. He escogido un estilo literario para contar esta historia. Un misterio viviente puede tomar cualquier forma -es maestro del lugar y del espacio, del tiempo y del espíritu- aun así, mi búsqueda de un método simple para revelar este misterio me ha hecho seguir la tradición: escribir de forma cronológica una historia que es a la vez verdadera e increíblemente extraña. A principios de febrero de 1971 pasaba por el sur de Colombia con mi hermano y unos amigos de camino hacia una expedición por la Amazonia colombiana. Nuestra ruta nos llevó a través de Florencia, capital de provincia del Departamento de Caquetá. Pasamos allí algunos días, esperando un avión que nos llevaría a nuestro punto de embarque en el río Putumayo, un río cuya vasta extensión constituye la frontera entre Colombia y sus dos vecinos del sur, Ecuador y Perú. El día que debíamos partir fue especialmente caluroso y por fin dejamos los opresivos confines de nuestro hotel, cerca del ruidoso mercado central y la estación de autobuses. Salimos de la ciudad y caminamos unos dos kilómetros hacia el sur. Allí estaban las cálidas aguas del río Hacha, visible a través de prados de hierba alta. Después de nadar en el río, explorando profundas piscinas esculpidas sobre el suelo de negro basalto por los torrentes de agua caliente, regresamos por el mismo camino. Alguien más familiarizado que yo con el aspecto de la Stropharia cubensis señaló un gran espécimen, alto y solitario, en una porción de excremento de vaca. De forma impulsiva y movido por las sugerencias de mis compañeros, ingerí el hongo entero. Duró un momento tan sólo, luego continuamos andando, cansados después de nadar. Una tormenta tropical se dirigía hacia nosotros desde el este a través de la cordillera andina, donde está situada Florencia. Caminamos en silencio durante quizás un cuarto de hora. Somnoliento, eché la cabeza hacia atrás, casi hipnotizado por el movimiento regular de mis botas cortando la hierba. Para enderezar la espalda y abandonar mi letargo, me detuve y me estiré, observando el horizonte. Una sensación de inmensidad en el cielo que he llegado a asociar con la psilocibina, inundó mi cuerpo por primera vez. Pedí a mis amigos que parasen un rato y me senté pesadamente en el suelo. Un trueno silencioso parecía agitar el aire delante de mí. Las cosas adquirían una nueva presencia y significado. Esta sensación llegó y pasó como una onda expansiva, justo cuando las primeras furias de la tormenta tropical descargaban sobre nuestras cabezas, dejándonos empapados. La extraña sensación de que alguna otra dimensión o nivel de existencia se había entrecruzado con el brillante día tropical duró sólo unos minutos. Evasivo pero potente, no se parecía a nada que pudiese recordar. El largo y extrañamente lustroso momento que precedió a nuestra súbita retirada pasó sin ser mencionado. Reconocí que aquella experiencia había sido inducida por el hongo, pero no quería que aquello me distrajese pues estábamos detrás de algo más grande. Estábamos involucrados, imaginaba yo, en la búsqueda de alucinógenos de diferente tipo: plantas que contienen la droga activa por vía oral di-metiltriptamina (o DMT) y la poción psiquedélica ayahuasca. Estas plantas están asociadas desde hace tiempo con habilidades telepáticas y hechos paranormales. Sus patrones de utilización, únicos en las selvas amazónicas, no habían sido completamente estudiados. Una vez que bajaron los efectos, dejé la experiencia del hongo para otra ocasión. Residentes colombianos me aseguraron que la dorada Stropharia crecía exclusivamente en los excrementos de ganado Cebú, y supuse que en las junglas del interior, donde en breve nos encontraríamos, no habría pastos o ganado. Abandonando los pensamientos del hongo me preparé para los rigores de nuestro descenso por el río Putumayo hacia nuestro destino, una remota misión llamada La Chorrera. ¿Por qué una banda de gitanos como la nuestra vino a parar a las brumosas junglas de Colombia? Éramos un grupo de cinco personas, unidas por la amistad, una imaginación extravagante y cierta ingenuidad y dedicación por los viajes y experiencias exóticas. Ev, nuestra intérprete y mi nueva amante, era el único miembro no muy afianzado entre los demás. Era norteamericana, como el resto de nosotros, y había vivido durante algunos años en Sudamérica y viajado por el este (donde me crucé una vez con ella en el aeropuerto de Katmandú en un momento muy difícil para los dos -otra historia-). Había terminado recientemente con una larga relación sentimental. Ella solita y sin tener nada mejor que hacer, se juntó a nuestro grupo. Para cuando llegamos a La Chorrera llevaríamos ya tres semanas juntos. Los otros tres miembros del grupo eran mi hermano, Dennis, el más joven y el que menos había viajado de nosotros, estudiante de botánica y compañero de gran valor para mí; Vanessa, una vieja amiga mía de la escuela experimental de Berkeley, con conocimientos de antropología y fotografía, que también viajaba sola; y Dave, otro viejo amigo, un simpático meditador, orfebre y decorador de pantalones vaqueros y, como Vanessa, de Nueva York. Cuatro meses antes de nuestro descenso por el submundo acuático del bajo Putumayo, mi hermano y yo pasamos el mal trago de la muerte de nuestra madre. Antes había estado viajando por India e Indonesia durante tres años. Luego trabajé como profesor en las minas inglesas de Tokio, y cuando no pude más con aquello, me fui a Canadá. En Vancouver nuestro equipo organizó una reunión y planeó esta expedición amazónica para investigar las profundidades de la experiencia psiquedélica. Deliberadamente no cuento demasiado sobre nosotros. Quizás no nos enseñaron bien, pero ciertamente estábamos bien educados. Ninguno de nosotros tenía todavía veinticinco años. Nos habíamos juntado a causa de las tormentas políticas que caracterizaron nuestros años en Berkeley. Éramos refugiados de una sociedad que, pensábamos, estaba envenenada por su odio hacia sí misma y por contradicciones internas. Barajamos las opciones ideológicas y decidimos dirigir todos nuestros esfuerzos hacia la experiencia psiquedélica como el camino más corto hacia el próximo milenio, sobre el que habíamos depositado todas nuestras esperanzas. No teníamos ni idea de qué se podía esperar de Amazonia, pero habíamos recopilado toda la información etnobotánica que había disponible. Estos datos nos decían dónde se podían encontrar los diferentes alucinógenos, pero no lo que se podía esperar una vez encontrados. He dedicado algo de tiempo a pensar en lo predispuestos que podíamos haber estado ante las experiencias que finalmente llegarían. Nuestras interpretaciones de las cosas a menudo no coincidían, como es común entre personalidades fuertes o testigos de un suceso inusual. Éramos gente compleja o no estaríamos haciendo lo que estábamos haciendo. Aunque tenía veinticuatro años de edad podía verme ya diez años atrás envuelto en situaciones que muchos considerarían como extremas. Mi interés en las drogas, la magia, y las más oscuras aguas de la historia y la teología, me proporcionó el perfil de un príncipe florentino más que un chaval creciendo en el corazón de Estados Unidos en los últimos años cincuenta. Dennis compartió todos estos intereses ante la desesperación de nuestros duros y trabajadores padres. Por alguna razón fuimos raros desde el principio, elegidos para un destino demasiado extraño de imaginar. En una carta escrita once meses antes de nuestra expedición, encuentro que Dennis, incluso entonces, tenía una clara idea de lo que podría ocurrir. Me escribió mientras estaba en Taiwan en 1970 para decirme: En cuanto a la búsqueda chamánica principal y la idea de que su resolución pueda acarrear la muerte física -ciertamente algo sombrío- estaría interesado en oír cuán probable crees que es esta posibilidad y por qué. No he pensado en ello en términos de muerte, sino que he considerado que podría proporcionarnos, como seres vivos, acceso a voluntad a las puertas que los muertos atraviesan a diario. Yo veo esto como una especie de proyección astral hiper-espacial que permitiría al hiper-órgano, la consciencia, manifestarse instantáneamente en cualquier punto de la matriz espacio-temporal, o en todos los puntos simultáneamente. Sus cartas dejaban claro que su imaginación no se había atrofiado durante los últimos años de colegio en nuestro pequeño pueblo de Colorado. Una dieta estable de ciencia-ficción había hecho de su imaginación algo digno de observar y disfrutar. Un OVNI es, en esencia, este vórtice psíquico hiperespacialmente móvil, y el viaje podría perfectamente implicar un contacto con alguna raza de habitantes del hiperespacio. Probablemente sea un encuentro parecido a una "lección de vuelo": instrucciones de uso de la piedra transdimensional, cómo navegar en el hiperespacio, y quizás un curso introductorio de Ecología Cósmica. Dennis trataba, al igual que yo, de comprender y explicarse aquellos paisajes psíquicos llenos de duendes que la di-metiltriptamina, o DMT, nos revelaba. Cuando nos encontramos con la DMT en medio de la atmósfera surrealista de Berkeley durante el Verano del Amor del 68, se convirtió en el misterio principal y en la herramienta más efectiva para continuar nuestra búsqueda. Retener la forma física en esas condiciones sería, según parece, una cuestión de elección más que de necesidad; aunque podría ser una cuestión de indiferencia, ya que en la red hiperespacial toda manifestación física quedaría abierta. Yo diría que el tiempo no es lo más importante en esta aventura, aunque la muerte cultural de las tribus que buscamos está sucediéndose a un ritmo terrible. Nuestras coloridas fantasías no sólo se centraban en los alucinógenos de tipo DMT. Nuestro plan de acción para descubrir los secretos de la dimensión alucinógena se centraba en ellos también. Esto era así porque de los compuestos psicoactivos que conocíamos, aquellos que contenían DMT poseían la acción más intensa, aunque breve. La DMT no es una experiencia común, incluso entre los psiconautas del espacio interior, por eso hay que decir unas palabras sobre ella. En su forma sintética pura la DMT es una pasta cristalina o polvo que se fuma en pipa de cristal. Después de algunas inhalaciones la experiencia comienza rápidamente, de quince segundos a un minuto. La experiencia alucinógena que dispara dura entre tres y siete minutos y es inequívocamente peculiar, tan extraña que incluso los más devotos aficionados a las drogas alucinógenas pasan de ella. Aun así es el más común y más extendido de los alucinógenos que se encuentran de forma natural, y es la base, cuando no el compuesto entero, de la mayoría de los alucinógenos utilizados por las tribus aborígenes de la Sudamérica tropical. En la naturaleza, siendo un producto del metabolismo vegetal, no aparece en las concentraciones que salen del laboratorio. Los chamanes sudamericanos, sin embargo, se exponen a sus efectos de diferentes maneras y obtienen los mismos niveles de intensidad que con DMT puro. Su extrañeza y su poder excedían en tanto a los demás alucinógenos que la di-metiltriptamina y sus parientes químicos parecían finalmente definir, para nuestro pequeño círculo, la máxima exfoliación, la más radical y exuberante exposición de la dimensión alucinógena que puede darse sin riesgo serio para la integridad física y psíquica. Pensamos entonces que nuestra descripción fenomenológica de la dimensión alucinógena debería comenzar localizando un alucinógeno natural con buena concentración en DMT, y luego explorar, con amplitud de miras, los estados chamánicos que induce. Con este fin investigamos la literatura sobre triptaminas del alto Amazonas y descubrimos que la ayahuasca o yagé -la poción de Banisteriopsis caapi con aditivos de DMT- se conocía en una extensa área, al igual que diferentes rapés de DMT. Pero había un alucinógeno con DMT cuyo uso estaba restringido.El oo-koo-hé se obtiene de la resina de ciertos árboles miristicáceos del género Virola, esta se mezcla con cenizas de otras plantas, se le da forma de bolitas y se traga. Lo que llamaba la atención en la descripción de esta planta visionaria era que la tribu Huitoto del Alto Amazonas, la única que conocía el secreto de su preparación, la usaba para hablar con "pequeños hombrecillos" y obtener de ellos conocimiento. Estos pequeños hombrecillos hacen de puente entre los motivos alienígenas y las más tradicionales andaduras de los duendes y enanitos de los bosques. Esta tradición, que se extiende por todo el planeta, está bien estudiada en The Fairy Faith in Celtic Countries, de W.E. Evans-Wentz, un estudio pionero del folklore céltico que fue influyente para el investigador del OVNI Jacques Vallee, al igual que para nosotros. La mención de pequeños hombrecillos hizo sonar la campana, ya que durante mis experiencias fumando DMT sintetizado en Berkeley había tenido la impresión de meterme en un espacio habitado por simpáticos duendes autotransformables, criaturas mecánicas. Docenas de estas amistosas entidades fractales, con aspecto de huevos Fabergé goteando y rebotando, me rodeaban y trataban de enseñarme el lenguaje perdido de la poesía pura. Parecía que mascullaban una forma visible y pentadimensional de Ecstatic Nostratic, a juzgar por el impacto emocional de este farfulleo élfico. Ríos reflejados de significado fundido fluían y hervían a mi alrededor. Esto ocurrió varias veces. Era la transformación del lenguaje lo que hacía de estas experiencias algo tan memorable y peculiar. Bajo la influencia de la DMT, el lenguaje se transmutaba de algo escuchado a algo visto. La sintaxis se convertía en algo inequívocamente visible. Buscando paralelos a esta idea me veo forzado a recordar la maravillosa escena en la versión de Disney de Alicia en el país de las Maravillas, en la que Alicia se encuentra con una oruga sentada encima de una seta fumando en una pipa de agua. "¿Quién eres tú?" pregunta la oruga, deletreando su pregunta con humo por encima de su cabeza. Siempre ha habido sospechas de cierta sofisticación psiquedélica asociada con Lewis Carroll y su historia del siglo XIX sobre un país maravilloso y autotransformable. En manos de los animadores de Disney la cuasi-sinestésica fusión de los sentidos es exagerada y hecha explícita y literal. Lo que la oruga trata de comunicar no es oído sino visto, flotando en el espacio, un lenguaje visible cuyo medio es el conveniente humo que la oruga posee en abundancia. Lo que no quiere decir que la DMT sirva como mero estímulo para ver dibujos animados. No. La sensación que emana del encuentro con la DMT pone los pelos de punta. Es todo aquello que uno es capaz de soportar sin que las categorías de la consciencia se redefinan permanentemente. A menudo me preguntan si la DMT es peligrosa. La respuesta adecuada es que sólo es peligrosa si te sientes amenazado por la posibilidad de morir de asombro. Es tan grande el pasmo que acompaña la disolución de los límites entre nuestro mundo y ese otro insospechado continuum, que se acerca a una especie de éxtasis en sí mismo.La sensación de estar literalmente en alguna otra dimensión, provocada por estas extrañas experiencias con DMT, fue el origen de nuestra decisión de concentrarnos en los alucinógenos triptamínicos. Después de leer todo lo que había sobre triptaminas psicoactivas llegamos finalmente al trabajo del pionero etnobotánico Richard Evans Schultes. La segura posición de Schultes como profesor de botánica en Harvard le permitió dedicar su vida a recolectar y catalogar las plantas psicoactivas del planeta. Su artículo "Virola como alucinógeno administrado por vía oral" fue un punto de inflexión en nuestra búsqueda. Estábamos fascinados por su descripción de la resina de los árboles Virola theiodora como droga activa por vía oral, al igual que el hecho de que su uso estaba limitado a una pequeña área geográfica. Schultes fue nuestra inspiración al escribir sobre el oo-koo-hé:Sería necesaria una investigación adicional en la región original de estos indios para un entendimiento completo de este interesante alucinógeno... El interés en este alucinógeno recién descubierto no recae enteramente dentro de los límites de la antropología y la etnobotánica. Tiene que ver directamente con ciertas cuestiones farmacológicas y, considerado con otras plantas con propiedades psicotomiméticas a causa de las triptaminas, esta nueva droga oral propone cuestiones que han de afrontarse ahora y, si es posible, explicarse toxicológicamente. Basándonos en el artículo de Schultes decidimos abandonar nuestros estudios y carreras para concentrarnos en la Amazonia y la vecindad de La Chorrera en búsqueda del oo-koo-hé. Queríamos comprobar si las extrañas y titánicas dimensiones que habíamos encontrado en la DMT eran más accesibles a través de las combinaciones de plantas que los chamanes del Amazonas habían desarrollado. Eran estos sacramentos chamánicos en los que pensaba cuando subestimé la Stropharia que encontramos en el prado cerca de Florencia. Estaba ansioso por comenzar la búsqueda del exótico y prácticamente desconocido oo-koo-hé de los Huitoto. Poco podía yo imaginar que después de la llegada a La Chorrera nuestra búsqueda del oo-koo-hé estaría más que olvidada. El alucinógeno de los huitoto quedó totalmente eclipsado por el descubrimiento de hongos psilocíbicos creciendo en la zona de forma abundante, y por el extraño poder que parecía crepitar entre los neblinosos prados de esmeralda sobre los que se encontraban. Mi primera intuición de que La Chorrera era un sitio diferente de los demás vino cuando llegamos a Puerto Leguizamo, el punto de embarque propuesto en el río Putumayo. Sólo se puede llegar hasta él en aeroplano, ya que no hay carreteras que atraviesen la selva. Era un poblado fluvial sudamericano tan cansino y opresivo como uno se pueda imaginar. William Burroughs, que pasó por allí en busca de la ayahuasca en los 50, dijo que "parece un lugar después de una inundación". En 1971 había cambiado poco. Estábamos instalados en nuestro hotel, recién llegados del ritual de inspección de extranjeros que se monta en las áreas fronterizas de Colombia, cuando el gerente del hotel nos informó de que un paisano nuestro vivía cerca. Parecía increíble que un norteamericano pudiera vivir en un lugar tan inhóspito. Cuando la señora dijo que ese hombre, el Señor Brown, era muy viejo y también negro, la cosa se volvió aún más enigmática. Me picó la curiosidad y salí inmediatamente acompañado por uno de los hijos de la señora del hotel. Al salir mi guía apenas pudo esperar a atravesar la puerta del hotel para informarme de que el hombre que íbamos a ver era "mal y bizarro". "El Señor Brown es un sanguinero," dijo. ¿Un asesino? ¿Iba entonces a ver a un criminal? No parecía probable y no le creí. "¿Un sanguinero," dice?A principios de siglo el boom del caucho llevó el horror a los indios de la Amazonia y aún persiste en la memoria de los más ancianos. Para los más jóvenes representa una terrible leyenda. En los alrededores de La Chorrera la población huitoto fue sistemáticamente reducida de 40.000 indios en 1905 a 5.000 en 1970. No podía imaginar una conexión entre aquellos lejanos sucesos y la persona que íbamos a conocer. Supuse que esa historia que me contaba quería decir que se trataba de un personaje temido entre los locales y sobre el que se habían acumulado extravagantes historias. Enseguida llegamos a una casa destartalada no muy diferente de las demás con un pequeño jardín tras una alta y gruesa valla. Mi guía llamó y gritó y pronto un muchacho salió a abrirnos la verja. Mi compañero desapareció y la verja se cerró detrás de mí. Un enorme cerdo estaba tumbado en la parte más húmeda del jardín; tres escalones más arriba había una terraza. En ella, sonriendo e indicando que me acercase, se sentaba un hombre negro, muy delgado, muy viejo y muy arrugado: John Brown. Uno no conoce a menudo una leyenda viviente y si hubiera sabido más de la persona que tenía delante hubiera sido más respetuoso. "Sí," dijo, "soy norteamericano." Y, "sí, diablos, sí, soy viejo, 93 años. Mi historia, hijo mío, es tan larga..." Se rió secamente. John Brown era el hijo de un esclavo, dejó Norteamérica en 1885 para no volver nunca. Fue a Barbados y luego a Francia, fue marino mercante y visitó Aden y Bombay. Alrededor de 1910 llegó a Perú, a Iquitos. Ahí le pusieron a cargo de un grupo de trabajadores en la célebre Casa de Arana, la cual fue la fuerza principal tras la brutal explotación y asesinato en masa de indios del Amazonas durante el boom del caucho. Estuve unas cuantas horas ese día con el Señor Brown. Era una persona extraordinaria. Tan pronto cercano como ausente y distante, un pedazo viviente de historia. Había sido el sirviente personal del Capitán Thomas Whiffin del Decimocuarto de Húsares, un aventurero británico que exploró la zona de La Chorrera alrededor de 1912. Brown, que es descrito en el ahora extraño trabajo de Whiffin, Exploraciones del Alto Amazonas, fue la última persona que vio al explorador francés Eugène Robuchon, que desapareció en el río Caquetá en 1913. "Sí, tenía una esposa huitoto y un enorme perro negro que nunca le abandonaba," musitaba Brown. John Brown hablaba huitoto y en una ocasión había vivido con una mujer huitoto durante muchos años. Conocía bien la zona donde íbamos a aventurarnos. Nunca había oído hablar del oo-koo-hé, pero en 1915 tomó ayahuasca por primera vez, y en La Chorrera. La descripción de sus experiencias fue una inspiración añadida para continuar hacia nuestro objetivo. Sólo después de volver del Amazonas fue cuando me enteré que este era el mismo John Brown que había denunciado a las autoridades británicas las atrocidades de los barones del caucho a lo largo del Putumayo. Primero habló con Roger Casement, entonces Cónsul británico en Río de Janeiro, que fue a Perú en 1910 para investigar la historia de las atrocidades. Pocos recuerdan, tan horrorosa es la historia del siglo XX, que antes de Guernica y Auschwitz, el Alto Amazonas fue el escenario de uno de los episodios de deshumanización mecanizada tan típicos de nuestra era. Bancos británicos asociados con el clan Arana y otros operadores laissez faire, financiaron el uso del terror, la intimidación y el asesinato para forzar a los indios de la selva a cultivar caucho salvaje. Fue John Brown quien regresó a Londres con Casement para ofrecer pruebas a la investigación de la Royal High Commission. Volví a hablar con él los dos días siguientes mientras continuaban los preparativos para nuestra travesía por el río. Estaba impresionado por la sinceridad de Brown, por la profundidad de su entendimiento hacia mí, por la forma en que Roger Casement y un mundo casi olvidado -un mundo conocido por mí sólo a través de la breve mención de James Joyce en Ulysses- revivía en aquellas largas charlas en su terraza. Habló mucho y elocuentemente de La Chorrera. No había estado allí desde 1935, pero encontré el lugar tal y como me lo había descrito. El viejo y febril pueblo encantado en la llanura al otro lado del lago ya no existía, pero los barracones de los esclavos indios todavía se podían ver, anillos de hierro hundidos en la sudorosa piedra basáltica. La célebre Casa de Arana ya no estaba, y Perú abandonó hace tiempo la reclamación de estas tierras a Colombia. Pero el viejo pueblo de La Chorrera era realmente fantasmagórico, y también la ruta del caucho, o trocha, que en poco tiempo usaríamos para caminar los ciento diez kilómetros que separan La Chorrera del río Putumayo. En 1911, veinte mil indios dieron sus vidas para construir aquella ruta a través de la selva. A los indios que se negaban a trabajar les rebanaban con machete el culo y la planta de los pies. ¿Para qué? Para que, en un acto de hybris surrealista típico del tecno-colonialismo, un coche pudiera recorrer el trayecto en 1915. Un viaje de ningún sitio a ningún sitio. Andando por aquellos oscuros y desiertos caminos creía escuchar un rugido de voces y el sonido de pies encadenados. Los monólogos de John Brown apenas me prepararon para aquello. La mañana en que nuestro bote estaba listo para llevarnos río abajo paramos en su casa camino de la embarcación. Sus ojos y su piel brillaban. Era el guardián del mundo plutónico río abajo desde Puerto Leguizamo, y lo sabía. Me sentía como un niño delante de él, y también lo sabía. "Bye, bye, babies. Bye, bye," fue su seca despedida.


Terence McKenna se ha dedicado durante veinticinco años a explorar lo que el llama 'etnofarmacología de la transformación de la conciencia' y es especialista en etnomedicina de la cuenca amazónica. Desde la década de los 60 es considerado el más autorizado investigador en el uso de plantas que alteran la percepción y el más importante vocero de la contracultura psiquedélica.

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Reseñas:"Terence McKenna nos presenta una versión laboriosamente actualizada, irónica y totalmente apasionada de la Revolución Psiquedélica. Sería difícil encontrar una narrativa de las drogas posicionada de forma tan seductora y barroca en los lindes de la cultura como esta apasionada saga Tom-y-Huck-navegan-el-Gran-Río de vínculos entre hermanos... En pocas palabras, Terence es un bocinazo". - Esquire"McKenna es como un encantador sofista psiquedélico... una señal clara de que el reaganismo-bushismo está muerto y bien enterrado, y que una época más radical puede estar a la vuelta de la esquina". - New York Times"Repleto de buenas razones para preservar el planeta, bucear por el análisis científico hasta la experiencia psiquedélica e historias de ebriedad realmente asombrosas". - Village VoiceInicio de página


Índice:Prefacio 15 Capítulo 1: La Llamada del Secreto 17 En el que se presenta a nuestro reparto de personajes, incluido un hongo, y se exponen sus peculiares intereses. La jungla amazónica es invocada y tomado el descenso de uno de sus ríos.Capítulo 2: En el Paraíso del Diablo 31 En el que Solo Dark y Ev son presentados y se delinea el pasado de cada uno de nosotros. Reflexiones filosóficas durante un lánguido descenso por el río Putumayo.Capítulo 3: Por una Senda Fantasma 47 En el que conocemos a un antropólogo y a su esposa, abandonamos a Solo Dark y nos dirigimos hacia nuestro destino en la Misión de La Chorrera.Capítulo 4: Acampados junto a un Umbral 59 En el que conocemos los hongos y los chamanes de La Chorrera.Capítulo 5: Un Roce con lo Otro 69 En el que nos trasladamos a una nueva casa y Dennis tiene una extraña experiencia que divide a nuestro grupo.Capítulo 6: Interludio en Katmandu 79 En el que un flashback a excesos tántricos en el nido del Asia hippy ilumina extrañas experiencias con hongos en La Chorrera.Capítulo 7: Un Psicofluido Violeta 91 En el que Dennis comienza a exponer su Opus Alquímico y es debatido si un psicofluido puede ser o no materia translinguística.Capítulo 8: El Opus, aclarado 107 En el que Dennis revela su estrategia para comenzar el Gran Trabajo.Capítulo 9: Una Conversación sobre Platillos Volantes 115 En el que ensayamos los detalles para la construcción del Cuerpo de Resurrección, y una parte de nuestra teoría es puesta a prueba.Capítulo 10: Más sobre el Opus 127 En el que refinamos la teoría y comienzan los preparativos para el vuelo de ensayo del Aerolito Sófico.Capítulo 11: El Experimento de La Chorrera 137 En el que se lleva a cabo el experimento y los hermanos McKenna se vuelven locos con sus inesperados resultados.Capítulo 12: En el Vórtice 153 En el que descubrimos que el Universo es más extraño de lo que podemos suponer, Dennis hace un viaje chamánico y nuestro grupo se polariza y se divide.Capítulo 13: Jugando en los Campos de Señor 163 En el que Dennis y yo exploramos el contenido de nuestras mutuas ilusiones e iluminaciones.Capítulo 14: Mirando atrás 173 En el que recordamos algunos milagros, entre los que se encuentra la aparición de James y Nora Joyce disfrazados de pollos.Capítulo 15: Un Platillo lleno de Secretos 191 En el que planeamos la retirada, me encuentro con un platillo volante y las teorías surgen como hongos a nuestra vuelta a Berkeley.Capítulo 16: Retorno 207 En el que Ev y yo volvemos a La Chorrera y un nuevo cometa se acerca a la tierra.Capítulo 17: Bailando con el Enigma 221 En el que hago flashback a mi cercano reclutamiento por parte de una banda de científicos nazis mientras visitaba Timor.Capítulo 18: ¿Y qué significa esto? 237 En el que intento enlazar nuestras experiencias con una ciencia que es cualquier cosa menos normal.Capítulo 19: La Llegada del Estrofariante 251 En el que Ev y yo nos separamos y el hongo recita una oración mientras pasa a un sistema de cultivo clandestino.Capítulo 20: La Conexión Hawaiana 263 En el que nos ataca un grupo de Mantis piratas del hiperespacio en las tierras volcánicas de Kau, Hawai, y pronuncio mis últimas palabras sobre lo inenarrable.Epílogo 273 En el que vuelvo al presente, presento a mis amigos tal y como son ahora, y hago una reverencia ante lo extraño de todo esto. Agradecimientos 279 Lectura adicional 281Inicio de página


Capítulo 1:La Llamada del SecretoEn el que se presenta a nuestro reparto de personajes, incluido un hongo, y se exponen sus peculiares intereses. La jungla amazónica es invocada y tomado el descenso de uno de sus ríos.Durante miles de años, las visiones transmitidas por los hongos alucinógenos han sido consideradas y reverenciadas como auténticos misterios religiosos. Gran parte de mi tiempo durante los últimos veinte años ha estado dedicado a contemplar y describir este misterio. Celosamente custodiado por ángeles caóticamente enjoyados -"Cada ángel es terrible," escribió Rilke, y al mismo tiempo sagrado y profano- el hongo ha surgido en mi vida de la misma forma en que pudo haber surgido en un futuro de la historia de la Humanidad. He escogido un estilo literario para contar esta historia. Un misterio viviente puede tomar cualquier forma -es maestro del lugar y del espacio, del tiempo y del espíritu- aun así, mi búsqueda de un método simple para revelar este misterio me ha hecho seguir la tradición: escribir de forma cronológica una historia que es a la vez verdadera e increíblemente extraña. A principios de febrero de 1971 pasaba por el sur de Colombia con mi hermano y unos amigos de camino hacia una expedición por la Amazonia colombiana. Nuestra ruta nos llevó a través de Florencia, capital de provincia del Departamento de Caquetá. Pasamos allí algunos días, esperando un avión que nos llevaría a nuestro punto de embarque en el río Putumayo, un río cuya vasta extensión constituye la frontera entre Colombia y sus dos vecinos del sur, Ecuador y Perú. El día que debíamos partir fue especialmente caluroso y por fin dejamos los opresivos confines de nuestro hotel, cerca del ruidoso mercado central y la estación de autobuses. Salimos de la ciudad y caminamos unos dos kilómetros hacia el sur. Allí estaban las cálidas aguas del río Hacha, visible a través de prados de hierba alta. Después de nadar en el río, explorando profundas piscinas esculpidas sobre el suelo de negro basalto por los torrentes de agua caliente, regresamos por el mismo camino. Alguien más familiarizado que yo con el aspecto de la Stropharia cubensis señaló un gran espécimen, alto y solitario, en una porción de excremento de vaca. De forma impulsiva y movido por las sugerencias de mis compañeros, ingerí el hongo entero. Duró un momento tan sólo, luego continuamos andando, cansados después de nadar. Una tormenta tropical se dirigía hacia nosotros desde el este a través de la cordillera andina, donde está situada Florencia. Caminamos en silencio durante quizás un cuarto de hora. Somnoliento, eché la cabeza hacia atrás, casi hipnotizado por el movimiento regular de mis botas cortando la hierba. Para enderezar la espalda y abandonar mi letargo, me detuve y me estiré, observando el horizonte. Una sensación de inmensidad en el cielo que he llegado a asociar con la psilocibina, inundó mi cuerpo por primera vez. Pedí a mis amigos que parasen un rato y me senté pesadamente en el suelo. Un trueno silencioso parecía agitar el aire delante de mí. Las cosas adquirían una nueva presencia y significado. Esta sensación llegó y pasó como una onda expansiva, justo cuando las primeras furias de la tormenta tropical descargaban sobre nuestras cabezas, dejándonos empapados. La extraña sensación de que alguna otra dimensión o nivel de existencia se había entrecruzado con el brillante día tropical duró sólo unos minutos. Evasivo pero potente, no se parecía a nada que pudiese recordar. El largo y extrañamente lustroso momento que precedió a nuestra súbita retirada pasó sin ser mencionado. Reconocí que aquella experiencia había sido inducida por el hongo, pero no quería que aquello me distrajese pues estábamos detrás de algo más grande. Estábamos involucrados, imaginaba yo, en la búsqueda de alucinógenos de diferente tipo: plantas que contienen la droga activa por vía oral di-metiltriptamina (o DMT) y la poción psiquedélica ayahuasca. Estas plantas están asociadas desde hace tiempo con habilidades telepáticas y hechos paranormales. Sus patrones de utilización, únicos en las selvas amazónicas, no habían sido completamente estudiados. Una vez que bajaron los efectos, dejé la experiencia del hongo para otra ocasión. Residentes colombianos me aseguraron que la dorada Stropharia crecía exclusivamente en los excrementos de ganado Cebú, y supuse que en las junglas del interior, donde en breve nos encontraríamos, no habría pastos o ganado. Abandonando los pensamientos del hongo me preparé para los rigores de nuestro descenso por el río Putumayo hacia nuestro destino, una remota misión llamada La Chorrera. ¿Por qué una banda de gitanos como la nuestra vino a parar a las brumosas junglas de Colombia? Éramos un grupo de cinco personas, unidas por la amistad, una imaginación extravagante y cierta ingenuidad y dedicación por los viajes y experiencias exóticas. Ev, nuestra intérprete y mi nueva amante, era el único miembro no muy afianzado entre los demás. Era norteamericana, como el resto de nosotros, y había vivido durante algunos años en Sudamérica y viajado por el este (donde me crucé una vez con ella en el aeropuerto de Katmandú en un momento muy difícil para los dos -otra historia-). Había terminado recientemente con una larga relación sentimental. Ella solita y sin tener nada mejor que hacer, se juntó a nuestro grupo. Para cuando llegamos a La Chorrera llevaríamos ya tres semanas juntos. Los otros tres miembros del grupo eran mi hermano, Dennis, el más joven y el que menos había viajado de nosotros, estudiante de botánica y compañero de gran valor para mí; Vanessa, una vieja amiga mía de la escuela experimental de Berkeley, con conocimientos de antropología y fotografía, que también viajaba sola; y Dave, otro viejo amigo, un simpático meditador, orfebre y decorador de pantalones vaqueros y, como Vanessa, de Nueva York. Cuatro meses antes de nuestro descenso por el submundo acuático del bajo Putumayo, mi hermano y yo pasamos el mal trago de la muerte de nuestra madre. Antes había estado viajando por India e Indonesia durante tres años. Luego trabajé como profesor en las minas inglesas de Tokio, y cuando no pude más con aquello, me fui a Canadá. En Vancouver nuestro equipo organizó una reunión y planeó esta expedición amazónica para investigar las profundidades de la experiencia psiquedélica. Deliberadamente no cuento demasiado sobre nosotros. Quizás no nos enseñaron bien, pero ciertamente estábamos bien educados. Ninguno de nosotros tenía todavía veinticinco años. Nos habíamos juntado a causa de las tormentas políticas que caracterizaron nuestros años en Berkeley. Éramos refugiados de una sociedad que, pensábamos, estaba envenenada por su odio hacia sí misma y por contradicciones internas. Barajamos las opciones ideológicas y decidimos dirigir todos nuestros esfuerzos hacia la experiencia psiquedélica como el camino más corto hacia el próximo milenio, sobre el que habíamos depositado todas nuestras esperanzas. No teníamos ni idea de qué se podía esperar de Amazonia, pero habíamos recopilado toda la información etnobotánica que había disponible. Estos datos nos decían dónde se podían encontrar los diferentes alucinógenos, pero no lo que se podía esperar una vez encontrados. He dedicado algo de tiempo a pensar en lo predispuestos que podíamos haber estado ante las experiencias que finalmente llegarían. Nuestras interpretaciones de las cosas a menudo no coincidían, como es común entre personalidades fuertes o testigos de un suceso inusual. Éramos gente compleja o no estaríamos haciendo lo que estábamos haciendo. Aunque tenía veinticuatro años de edad podía verme ya diez años atrás envuelto en situaciones que muchos considerarían como extremas. Mi interés en las drogas, la magia, y las más oscuras aguas de la historia y la teología, me proporcionó el perfil de un príncipe florentino más que un chaval creciendo en el corazón de Estados Unidos en los últimos años cincuenta. Dennis compartió todos estos intereses ante la desesperación de nuestros duros y trabajadores padres. Por alguna razón fuimos raros desde el principio, elegidos para un destino demasiado extraño de imaginar. En una carta escrita once meses antes de nuestra expedición, encuentro que Dennis, incluso entonces, tenía una clara idea de lo que podría ocurrir. Me escribió mientras estaba en Taiwan en 1970 para decirme: En cuanto a la búsqueda chamánica principal y la idea de que su resolución pueda acarrear la muerte física -ciertamente algo sombrío- estaría interesado en oír cuán probable crees que es esta posibilidad y por qué. No he pensado en ello en términos de muerte, sino que he considerado que podría proporcionarnos, como seres vivos, acceso a voluntad a las puertas que los muertos atraviesan a diario. Yo veo esto como una especie de proyección astral hiper-espacial que permitiría al hiper-órgano, la consciencia, manifestarse instantáneamente en cualquier punto de la matriz espacio-temporal, o en todos los puntos simultáneamente. Sus cartas dejaban claro que su imaginación no se había atrofiado durante los últimos años de colegio en nuestro pequeño pueblo de Colorado. Una dieta estable de ciencia-ficción había hecho de su imaginación algo digno de observar y disfrutar. Un OVNI es, en esencia, este vórtice psíquico hiperespacialmente móvil, y el viaje podría perfectamente implicar un contacto con alguna raza de habitantes del hiperespacio. Probablemente sea un encuentro parecido a una "lección de vuelo": instrucciones de uso de la piedra transdimensional, cómo navegar en el hiperespacio, y quizás un curso introductorio de Ecología Cósmica. Dennis trataba, al igual que yo, de comprender y explicarse aquellos paisajes psíquicos llenos de duendes que la di-metiltriptamina, o DMT, nos revelaba. Cuando nos encontramos con la DMT en medio de la atmósfera surrealista de Berkeley durante el Verano del Amor del 68, se convirtió en el misterio principal y en la herramienta más efectiva para continuar nuestra búsqueda. Retener la forma física en esas condiciones sería, según parece, una cuestión de elección más que de necesidad; aunque podría ser una cuestión de indiferencia, ya que en la red hiperespacial toda manifestación física quedaría abierta. Yo diría que el tiempo no es lo más importante en esta aventura, aunque la muerte cultural de las tribus que buscamos está sucediéndose a un ritmo terrible. Nuestras coloridas fantasías no sólo se centraban en los alucinógenos de tipo DMT. Nuestro plan de acción para descubrir los secretos de la dimensión alucinógena se centraba en ellos también. Esto era así porque de los compuestos psicoactivos que conocíamos, aquellos que contenían DMT poseían la acción más intensa, aunque breve. La DMT no es una experiencia común, incluso entre los psiconautas del espacio interior, por eso hay que decir unas palabras sobre ella. En su forma sintética pura la DMT es una pasta cristalina o polvo que se fuma en pipa de cristal. Después de algunas inhalaciones la experiencia comienza rápidamente, de quince segundos a un minuto. La experiencia alucinógena que dispara dura entre tres y siete minutos y es inequívocamente peculiar, tan extraña que incluso los más devotos aficionados a las drogas alucinógenas pasan de ella. Aun así es el más común y más extendido de los alucinógenos que se encuentran de forma natural, y es la base, cuando no el compuesto entero, de la mayoría de los alucinógenos utilizados por las tribus aborígenes de la Sudamérica tropical. En la naturaleza, siendo un producto del metabolismo vegetal, no aparece en las concentraciones que salen del laboratorio. Los chamanes sudamericanos, sin embargo, se exponen a sus efectos de diferentes maneras y obtienen los mismos niveles de intensidad que con DMT puro. Su extrañeza y su poder excedían en tanto a los demás alucinógenos que la di-metiltriptamina y sus parientes químicos parecían finalmente definir, para nuestro pequeño círculo, la máxima exfoliación, la más radical y exuberante exposición de la dimensión alucinógena que puede darse sin riesgo serio para la integridad física y psíquica. Pensamos entonces que nuestra descripción fenomenológica de la dimensión alucinógena debería comenzar localizando un alucinógeno natural con buena concentración en DMT, y luego explorar, con amplitud de miras, los estados chamánicos que induce. Con este fin investigamos la literatura sobre triptaminas del alto Amazonas y descubrimos que la ayahuasca o yagé -la poción de Banisteriopsis caapi con aditivos de DMT- se conocía en una extensa área, al igual que diferentes rapés de DMT. Pero había un alucinógeno con DMT cuyo uso estaba restringido.El oo-koo-hé se obtiene de la resina de ciertos árboles miristicáceos del género Virola, esta se mezcla con cenizas de otras plantas, se le da forma de bolitas y se traga. Lo que llamaba la atención en la descripción de esta planta visionaria era que la tribu Huitoto del Alto Amazonas, la única que conocía el secreto de su preparación, la usaba para hablar con "pequeños hombrecillos" y obtener de ellos conocimiento. Estos pequeños hombrecillos hacen de puente entre los motivos alienígenas y las más tradicionales andaduras de los duendes y enanitos de los bosques. Esta tradición, que se extiende por todo el planeta, está bien estudiada en The Fairy Faith in Celtic Countries, de W.E. Evans-Wentz, un estudio pionero del folklore céltico que fue influyente para el investigador del OVNI Jacques Vallee, al igual que para nosotros. La mención de pequeños hombrecillos hizo sonar la campana, ya que durante mis experiencias fumando DMT sintetizado en Berkeley había tenido la impresión de meterme en un espacio habitado por simpáticos duendes autotransformables, criaturas mecánicas. Docenas de estas amistosas entidades fractales, con aspecto de huevos Fabergé goteando y rebotando, me rodeaban y trataban de enseñarme el lenguaje perdido de la poesía pura. Parecía que mascullaban una forma visible y pentadimensional de Ecstatic Nostratic, a juzgar por el impacto emocional de este farfulleo élfico. Ríos reflejados de significado fundido fluían y hervían a mi alrededor. Esto ocurrió varias veces. Era la transformación del lenguaje lo que hacía de estas experiencias algo tan memorable y peculiar. Bajo la influencia de la DMT, el lenguaje se transmutaba de algo escuchado a algo visto. La sintaxis se convertía en algo inequívocamente visible. Buscando paralelos a esta idea me veo forzado a recordar la maravillosa escena en la versión de Disney de Alicia en el país de las Maravillas, en la que Alicia se encuentra con una oruga sentada encima de una seta fumando en una pipa de agua. "¿Quién eres tú?" pregunta la oruga, deletreando su pregunta con humo por encima de su cabeza. Siempre ha habido sospechas de cierta sofisticación psiquedélica asociada con Lewis Carroll y su historia del siglo XIX sobre un país maravilloso y autotransformable. En manos de los animadores de Disney la cuasi-sinestésica fusión de los sentidos es exagerada y hecha explícita y literal. Lo que la oruga trata de comunicar no es oído sino visto, flotando en el espacio, un lenguaje visible cuyo medio es el conveniente humo que la oruga posee en abundancia. Lo que no quiere decir que la DMT sirva como mero estímulo para ver dibujos animados. No. La sensación que emana del encuentro con la DMT pone los pelos de punta. Es todo aquello que uno es capaz de soportar sin que las categorías de la consciencia se redefinan permanentemente. A menudo me preguntan si la DMT es peligrosa. La respuesta adecuada es que sólo es peligrosa si te sientes amenazado por la posibilidad de morir de asombro. Es tan grande el pasmo que acompaña la disolución de los límites entre nuestro mundo y ese otro insospechado continuum, que se acerca a una especie de éxtasis en sí mismo.La sensación de estar literalmente en alguna otra dimensión, provocada por estas extrañas experiencias con DMT, fue el origen de nuestra decisión de concentrarnos en los alucinógenos triptamínicos. Después de leer todo lo que había sobre triptaminas psicoactivas llegamos finalmente al trabajo del pionero etnobotánico Richard Evans Schultes. La segura posición de Schultes como profesor de botánica en Harvard le permitió dedicar su vida a recolectar y catalogar las plantas psicoactivas del planeta. Su artículo "Virola como alucinógeno administrado por vía oral" fue un punto de inflexión en nuestra búsqueda. Estábamos fascinados por su descripción de la resina de los árboles Virola theiodora como droga activa por vía oral, al igual que el hecho de que su uso estaba limitado a una pequeña área geográfica. Schultes fue nuestra inspiración al escribir sobre el oo-koo-hé:Sería necesaria una investigación adicional en la región original de estos indios para un entendimiento completo de este interesante alucinógeno... El interés en este alucinógeno recién descubierto no recae enteramente dentro de los límites de la antropología y la etnobotánica. Tiene que ver directamente con ciertas cuestiones farmacológicas y, considerado con otras plantas con propiedades psicotomiméticas a causa de las triptaminas, esta nueva droga oral propone cuestiones que han de afrontarse ahora y, si es posible, explicarse toxicológicamente. Basándonos en el artículo de Schultes decidimos abandonar nuestros estudios y carreras para concentrarnos en la Amazonia y la vecindad de La Chorrera en búsqueda del oo-koo-hé. Queríamos comprobar si las extrañas y titánicas dimensiones que habíamos encontrado en la DMT eran más accesibles a través de las combinaciones de plantas que los chamanes del Amazonas habían desarrollado. Eran estos sacramentos chamánicos en los que pensaba cuando subestimé la Stropharia que encontramos en el prado cerca de Florencia. Estaba ansioso por comenzar la búsqueda del exótico y prácticamente desconocido oo-koo-hé de los Huitoto. Poco podía yo imaginar que después de la llegada a La Chorrera nuestra búsqueda del oo-koo-hé estaría más que olvidada. El alucinógeno de los huitoto quedó totalmente eclipsado por el descubrimiento de hongos psilocíbicos creciendo en la zona de forma abundante, y por el extraño poder que parecía crepitar entre los neblinosos prados de esmeralda sobre los que se encontraban. Mi primera intuición de que La Chorrera era un sitio diferente de los demás vino cuando llegamos a Puerto Leguizamo, el punto de embarque propuesto en el río Putumayo. Sólo se puede llegar hasta él en aeroplano, ya que no hay carreteras que atraviesen la selva. Era un poblado fluvial sudamericano tan cansino y opresivo como uno se pueda imaginar. William Burroughs, que pasó por allí en busca de la ayahuasca en los 50, dijo que "parece un lugar después de una inundación". En 1971 había cambiado poco. Estábamos instalados en nuestro hotel, recién llegados del ritual de inspección de extranjeros que se monta en las áreas fronterizas de Colombia, cuando el gerente del hotel nos informó de que un paisano nuestro vivía cerca. Parecía increíble que un norteamericano pudiera vivir en un lugar tan inhóspito. Cuando la señora dijo que ese hombre, el Señor Brown, era muy viejo y también negro, la cosa se volvió aún más enigmática. Me picó la curiosidad y salí inmediatamente acompañado por uno de los hijos de la señora del hotel. Al salir mi guía apenas pudo esperar a atravesar la puerta del hotel para informarme de que el hombre que íbamos a ver era "mal y bizarro". "El Señor Brown es un sanguinero," dijo. ¿Un asesino? ¿Iba entonces a ver a un criminal? No parecía probable y no le creí. "¿Un sanguinero," dice?A principios de siglo el boom del caucho llevó el horror a los indios de la Amazonia y aún persiste en la memoria de los más ancianos. Para los más jóvenes representa una terrible leyenda. En los alrededores de La Chorrera la población huitoto fue sistemáticamente reducida de 40.000 indios en 1905 a 5.000 en 1970. No podía imaginar una conexión entre aquellos lejanos sucesos y la persona que íbamos a conocer. Supuse que esa historia que me contaba quería decir que se trataba de un personaje temido entre los locales y sobre el que se habían acumulado extravagantes historias. Enseguida llegamos a una casa destartalada no muy diferente de las demás con un pequeño jardín tras una alta y gruesa valla. Mi guía llamó y gritó y pronto un muchacho salió a abrirnos la verja. Mi compañero desapareció y la verja se cerró detrás de mí. Un enorme cerdo estaba tumbado en la parte más húmeda del jardín; tres escalones más arriba había una terraza. En ella, sonriendo e indicando que me acercase, se sentaba un hombre negro, muy delgado, muy viejo y muy arrugado: John Brown. Uno no conoce a menudo una leyenda viviente y si hubiera sabido más de la persona que tenía delante hubiera sido más respetuoso. "Sí," dijo, "soy norteamericano." Y, "sí, diablos, sí, soy viejo, 93 años. Mi historia, hijo mío, es tan larga..." Se rió secamente. John Brown era el hijo de un esclavo, dejó Norteamérica en 1885 para no volver nunca. Fue a Barbados y luego a Francia, fue marino mercante y visitó Aden y Bombay. Alrededor de 1910 llegó a Perú, a Iquitos. Ahí le pusieron a cargo de un grupo de trabajadores en la célebre Casa de Arana, la cual fue la fuerza principal tras la brutal explotación y asesinato en masa de indios del Amazonas durante el boom del caucho. Estuve unas cuantas horas ese día con el Señor Brown. Era una persona extraordinaria. Tan pronto cercano como ausente y distante, un pedazo viviente de historia. Había sido el sirviente personal del Capitán Thomas Whiffin del Decimocuarto de Húsares, un aventurero británico que exploró la zona de La Chorrera alrededor de 1912. Brown, que es descrito en el ahora extraño trabajo de Whiffin, Exploraciones del Alto Amazonas, fue la última persona que vio al explorador francés Eugène Robuchon, que desapareció en el río Caquetá en 1913. "Sí, tenía una esposa huitoto y un enorme perro negro que nunca le abandonaba," musitaba Brown. John Brown hablaba huitoto y en una ocasión había vivido con una mujer huitoto durante muchos años. Conocía bien la zona donde íbamos a aventurarnos. Nunca había oído hablar del oo-koo-hé, pero en 1915 tomó ayahuasca por primera vez, y en La Chorrera. La descripción de sus experiencias fue una inspiración añadida para continuar hacia nuestro objetivo. Sólo después de volver del Amazonas fue cuando me enteré que este era el mismo John Brown que había denunciado a las autoridades británicas las atrocidades de los barones del caucho a lo largo del Putumayo. Primero habló con Roger Casement, entonces Cónsul británico en Río de Janeiro, que fue a Perú en 1910 para investigar la historia de las atrocidades. Pocos recuerdan, tan horrorosa es la historia del siglo XX, que antes de Guernica y Auschwitz, el Alto Amazonas fue el escenario de uno de los episodios de deshumanización mecanizada tan típicos de nuestra era. Bancos británicos asociados con el clan Arana y otros operadores laissez faire, financiaron el uso del terror, la intimidación y el asesinato para forzar a los indios de la selva a cultivar caucho salvaje. Fue John Brown quien regresó a Londres con Casement para ofrecer pruebas a la investigación de la Royal High Commission. Volví a hablar con él los dos días siguientes mientras continuaban los preparativos para nuestra travesía por el río. Estaba impresionado por la sinceridad de Brown, por la profundidad de su entendimiento hacia mí, por la forma en que Roger Casement y un mundo casi olvidado -un mundo conocido por mí sólo a través de la breve mención de James Joyce en Ulysses- revivía en aquellas largas charlas en su terraza. Habló mucho y elocuentemente de La Chorrera. No había estado allí desde 1935, pero encontré el lugar tal y como me lo había descrito. El viejo y febril pueblo encantado en la llanura al otro lado del lago ya no existía, pero los barracones de los esclavos indios todavía se podían ver, anillos de hierro hundidos en la sudorosa piedra basáltica. La célebre Casa de Arana ya no estaba, y Perú abandonó hace tiempo la reclamación de estas tierras a Colombia. Pero el viejo pueblo de La Chorrera era realmente fantasmagórico, y también la ruta del caucho, o trocha, que en poco tiempo usaríamos para caminar los ciento diez kilómetros que separan La Chorrera del río Putumayo. En 1911, veinte mil indios dieron sus vidas para construir aquella ruta a través de la selva. A los indios que se negaban a trabajar les rebanaban con machete el culo y la planta de los pies. ¿Para qué? Para que, en un acto de hybris surrealista típico del tecno-colonialismo, un coche pudiera recorrer el trayecto en 1915. Un viaje de ningún sitio a ningún sitio. Andando por aquellos oscuros y desiertos caminos creía escuchar un rugido de voces y el sonido de pies encadenados. Los monólogos de John Brown apenas me prepararon para aquello. La mañana en que nuestro bote estaba listo para llevarnos río abajo paramos en su casa camino de la embarcación. Sus ojos y su piel brillaban. Era el guardián del mundo plutónico río abajo desde Puerto Leguizamo, y lo sabía. Me sentía como un niño delante de él, y también lo sabía. "Bye, bye, babies. Bye, bye," fue su seca despedida.

Terence McKenna.